Si algo caracterizaba a mis nuevos vecinos, era ser fuertemente supersticiosos, rasgo que quedó en evidencia desde el primer día. Mi llegada había coincidido con la aparición de un antiguo manuscrito en el Instituto Bernasconi. No digo que todos me hicieran cargo de las desgracias que el documento anunciaba, pero entre los habitantes de
Memorias de una invasión
Una delgada capa de hielo molido cubre el mostrador de azulejos blancos. La mujer lleva un buen rato esperando; nadie se acerca a atenderla, ella tampoco reclama. Sus ojos están fijos en el mostrador; los observa con desconfianza, nunca antes vio pescados como esos. Apilados unos sobre otros, parecen un cardumen voraz, todavía más
—Los vi esconderse —insistió el viejo a los dos policías—. Viven ahí abajo, en la inmundicia de los desagües.Eran las dos de la mañana. El viejo llevaba un sobretodo raído y se cubría los ojos con el brazo, enceguecido por el destello intermitente de la luz del patrullero. Apenas podía mantenerse en pie, difícil saber
Los que no creían en la invasión vieron una simple hoja sobre el asfalto. No distinguieron sus pinzas cortas y fuertes como tenazas, tampoco sus patas largas y ágiles, de bordes dentados y filosos. Menos aún notaron el encorvarse del lomo erizado, teñido por las toxinas del veneno. Ingenuos, acaso ciegos, no se percataron de
No hay evidencias, tan solo rumores. En voz baja, vecinos de Recoleta reconocen que la invasión comenzó en el cementerio. No dirán mucho más. Lo cierto es que antiquísimos muros finalmente cedieron. En una sola noche, o a lo largo de un siglo, ladrillos fatigados se volvieron porosos, grietas imperceptibles revelaron abismos, revoques y mampostería