Duerme boca abajo, atravesado en la cama, hasta que lo despierta el silbato del tren. Entreabre los ojos, le pesan los párpados. Lo primero que ve es la botella vacía sobre la almohada, a pocos centímetros de su nariz. Las sábanas están revueltas y teñidas de un tono rojizo, reflejo del cartel de la calle.
—Mierda —dice.
Se da vuelta con esfuerzo. Apoyado sobre los codos, se incorpora levemente y observa a su alrededor. Ve la puerta del baño y el espejo. El perchero y el pantalón colgado son siluetas recortadas por la luminosidad del cartel.
—Mierda —repite.
No está para seguirle el ritmo a una pendeja de veinte, mucho menos para competir con ella a ver quién aguanta más vodka. Piensa que no puede andar muy lejos, sobre todo de madrugada y sin conocer el pueblo.
La ventana está abierta, pero no corre una gota de aire. Tantea sobre la mesa de luz, roza el teléfono, busca el número de la recepción y marca. Nadie responde. Debería ir al baño y lavarse la cara, la resaca es como un hacha incrustada en su cabeza.
—Pendeja de mierda —dice al descubrir los rasguños en el pecho y en los brazos. Son rasguños profundos, en las sábanas hay rastros de sangre.
Se levanta, evita el espejo, prefiere no ver su cuerpo desnudo y lastimado. Se pone el pantalón a las apuradas, los mocasines sin medias, termina de abotonarse la camisa mientras baja la escalera.
Sentado junto al ventilador de pie, el empleado de la recepción duerme con una revista entre las manos. Tiene la cabeza echada hacia atrás y la boca entreabierta, el ruido del ventilador no alcanza a tapar los ronquidos. Se acerca y lo toma de un hombro, dispuesto a zamarrearlo. Quiere preguntarle por la pendeja, si dijo algo y cuánto hace que se fue. No llega a hablarle, lo suelta al oír el sonido del tren. Sale a la calle desierta, mira a un lado y al otro, escucha. No tiene dudas: es un tren de carga, reconoce el paso lento y pesado, exasperante. Al menos treinta vagones, calcula, tal vez cincuenta. Se le ocurre que transporta tubos de acero para el yacimiento. El sur está revolucionado, la riqueza encontrada bajo tierra es incalculable. O acaso sea al revés, y el tren esté camino al norte. Se pregunta si la pendeja irá escondida entre la carga.
El Taunus rojo sigue donde lo dejó. Busca en un bolsillo, después en el otro. —Pendeja de mierda —repite entre dientes, al darse cuenta de que no tiene las llaves. Revisa los mensajes en el teléfono y vuelve a insultar, en el sur los esperan antes de mediodía.
Fragmento del cuento “El tren del sur”, del libro Los ojos de mi hermana.
Fotografía: Marcelo Cesca