El subte son dos ojos de serpiente en lo profundo del túnel. Miro el reloj en mi muñeca, son casi las diez de la noche y los pocos que quedamos en el andén solo queremos llegar a casa. Intento distinguir sus caras, juego a adivinar a qué se dedica cada uno. Creo reconocer a un oficinista, intuyo que se quedó después de hora, con la esperanza de escapar a la lista de despidos que se menciona en los pasillos. Un mendigo duerme acostado sobre un banco, su ropa se ve gastada y mugrienta. La pareja de médicos residentes se besa, ajena a todo. Más allá del kiosco cerrado, alcanzo a distinguir a un par de jóvenes con grandes carpetas, diría que estudian Arquitectura, tal vez Diseño. Y también está ella, recién la descubro, no sé de dónde salió. Lleva una mochila al hombro y su expresión me parece llamativamente seria. La miro porque me recuerda a alguien, no sé a quién. Tiene menos de veinte y diría que es demasiado delgada, el cabello rojizo y ondulado, la piel muy blanca. Va y viene todo el tiempo, no entiendo por qué no logra quedarse quieta. Desde acá no alcanzo a distinguir su mirada, pero intuyo que es triste. Camina con la mochila al hombro hasta el borde del andén y se asoma, pienso que arriesga demasiado. Me pregunto dónde irá y por qué la urgencia. Se me ocurre que huye. ¿De quién? Ahora, retrocede. Camina de espaldas hacia mí, se acerca sin verme. Su brazo desnudo y pálido alcanza a rozar mi piel morena. El contacto es un chispazo, suficiente para que entienda que está tomando impulso. ¡Es eso: está tomando impulso! También entiendo que no hay tiempo: el rugido anticipa a la bestia, que por fin emerge de la noche. Entonces, ella corre y yo tras ella, son apenas tres pasos al abismo. Uno, dos y los músculos tensos como resortes que me impulsan para despegar del piso sin ser pájaro. El resultado es un torpe abalanzarme sobre su cuerpo frágil y en fuga. Todavía en el aire, alcanzo a atrapar la correa de su mochila. El sacudón es fuerte, los dos caemos al piso y deslizamos hasta golpear contra el lateral del primer vagón, que permanece indiferente ante el impacto. Allí quedamos, entrelazados sobre el andén, somos dos cuerpos vencidos al pie de la bestia.
—¿Estás bien? —pregunto, la voz entrecortada por el susto.
Su mirada es furia y desprecio, afiladas flechas de ira me atraviesan. No alcanzo a entender su enojo, me estremezco por el puñetazo en mi nariz blanda. En sus nudillos hay sangre que sospecho mía. También hay sangre en sus palmas y en sus muñecas, demasiada para un solo golpe. Ahora, insulta y me empuja con las piernas, se quita de encima mi cuerpo pesado, como si huyera de un animal salvaje que ha fallado en devorarla. No atino a nada, mi conciencia es un delgado hilo que se tensa. Las puertas del subte están abiertas pero no sube ni baja nadie. Todavía en el piso, ella vuelve a insultarme.
—¿Quién te creés que sos, imbécil? ¿Ya tenés una historia para contarle a tus amigos?
Está desencajada, no entiendo por qué.
—Las vías —digo—, no quería que saltaras.
Escucharme la enardece todavía más.
—¿No querías? ¿Y entonces qué mierda querías? ¿Ser un héroe? ¿Para después irte y dejarme en esta misma mierda? ¿Eso querías?
—No quería que te fueras —digo—, lo mismo que vos querés ahora.
Ella me mira y por primera vez su furia amaina, me da un mínimo respiro en el que confirmo que sus ojos son tristes. A nuestro alrededor, el andén es un marco gélido. Ella gatea hasta montarse sobre mí, aprisiona mi cabeza entre sus manos ensangrentadas y se inclina para besarme. Su cabello, rojizo y derramado, me cubre como un manto. Es un beso que me arrastra. Me dejo llevar por ese remolino transparente hasta que expiro la última molécula de aire.
Ya no giro, soy liviano, floto. Allá abajo, el andén se ha vuelto difuso, manchas de colores se desplazan en un escenario blando. Es apenas un instante. La estación vuelve a ser vértigo lejano, pronto gritos y corridas, la misma urgencia inútil. Distingo con nitidez la voz de una mujer, lo último que alcanzo a escuchar antes de irme.
—Pobre chica —se lamenta—, parece que el flaco quiso robarle la mochila. Pero le salió mal al chorro, dicen que está muerto.
Fotografía: Valeria Kohler