El agua no olvida

     Una delgada capa de hielo molido cubre el mostrador de azulejos blancos. La mujer lleva un buen rato esperando; nadie se acerca a atenderla, ella tampoco reclama. Sus ojos están fijos en el mostrador; los observa con desconfianza, nunca antes vio pescados como esos. Apilados unos sobre otros, parecen un cardumen voraz, todavía más oscuro sobre el blanco del hielo. De las bocas abiertas asoman hileras de dientes cortos y filosos. Alcanza a distinguir las branquias, que se abren como tajos profundos y rosados. Decenas de ojos la miran. Son ojos fijos, redondos, gelatinosos.

     —Son siniestros —dice.

     Al otro lado del mostrador, el empleado sigue fileteando. La hoja de la cuchilla se hunde en las escamas y en la carne, que no ofrecen resistencia.

     —Parecen salidos de una pesadilla —agrega la mujer, y fuerza una sonrisa.

     El empleado deja a un lado la cuchilla. Sin apuro, se quita los guantes de látex y seca sus manos en el delantal mugriento que lleva atado a la cintura.

     —Algo de eso hay —dice sin mirarla—, viven en la oscuridad.

     —Dan miedo —dice ella.

     —Dan miedo —repite él.    

     La mujer frunce la nariz.

     —¡Huelen muy mal!

     El empleado levanta la cabeza y la mira.

     —El olor es porque están muertos —dice—, todavía están muertos.

     La mujer sonríe, incómoda. Está a punto de decir algo, pero un sonido hace que mire hacia la calle. Al otro lado de la vidriera, las ramas de los árboles se balancean, como hamacándose.

    —Debería apurarse —dice el empleado—, el viento está cambiando.

     Ella se da vuelta y lo mira, no entiende.

     —Es viento sudeste —agrega el empleado—. El río va a crecer.

     La mujer frunce el ceño, intenta sonreír.

     —¿Qué río? —pregunta— ¿De qué habla?

     —El agua no olvida —dice el empleado—, volverá por ellos.

     Sobre el mostrador, uno de los peces se arquea y alza la cola hasta ponerla vertical. Después la baja de golpe y pega varias veces contra el hielo. Pequeños trozos salpican a la mujer, que se tapa la boca para ahogar el grito.

     —No me gusta este tipo de bromas —dice—. No voy a llevar nada.       Retrocede de espaldas sin dejar de mirarlo. Al llegar a la puerta, se detiene. Afuera, las copas de los árboles se sacuden con violencia. El viento se arremolina y arranca hojas y pequeñas ramas. La mujer se da vuelta y lo busca; detrás del mostrador ya no hay nadie. Sobre el hielo, los peces se retuercen y dan saltos repentinos, eléctricos. Chocan en el aire, parece que estuvieran peleando. Cada pirueta los acerca un poco más al borde del mostrador, hasta que por fin caen al vacío y golpean contra el piso de baldosas. Allí dan nuevos saltos y vuelven a retorcerse. Los ojos de la mujer buscan la calle, ve el agua que brota a borbotones de una alcantarilla. Es agua marrón, avanza, ya casi cubre el cordón de la vereda. La mujer se aleja de la puerta y vuelve sobre sus pasos. Los pocos peces que quedan sobre el mostrador parecen haber enloquecido. Baja la vista, el agua turbia le cubre los tobillos y sigue subiendo. Algo oscuro se desliza bajo la superficie y le roza las piernas. Alcanza a gritar.

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