—Los vi esconderse —insistió el viejo a los dos policías—. Viven ahí abajo, en la inmundicia de los desagües.
Eran las dos de la mañana. El viejo llevaba un sobretodo raído y se cubría los ojos con el brazo, enceguecido por el destello intermitente de la luz del patrullero. Apenas podía mantenerse en pie, difícil saber si el alcoholismo era previo a sus extrañas teorías sobre una invasión subterránea.
Uno de los policías encendió su linterna y se agachó frente a la tapa de hierro macizo. Iluminó las pequeñas plantas que crecían en el borde de la circunferencia.
—Esta tapa no fue levantada en años, amigo —dijo con tono de burla.
—Ellos no necesitan levantarla —respondió el viejo mientras se alejaba—. Entran y salen por las ranuras, hasta un imbécil lo sabe.
El policía insultó entre dientes antes de subirse al patrullero. El viejo cruzó la avenida y se perdió en la vereda oscura del Jardín Botánico. Ya sin testigos, el invasor volvió a la superficie y se mimetizó con las sombras.
Estás poniendo en crisis mis gustos urbanos…
Espero más episodios!!!
Los tendrás. Prometido!
Lograste inquietarme!
Y ahora así nos sentimos: temerosos de q emerja de cualquier parte y nos encuentre indefensos, desprevenidos, incapaces de hacerle frente, desconcertados y aterrados por no saber ni cuándo ni dónde ni cómo fue que caímos en su trampa…
Me encantó tu cuento, gracias!
Son así, Grace, de asomarse sin avisar. Eso no implica perdonar rabas o calamarettis, desde ya.
Muy buen relato!
Gracias, Emma, todas las semanas iré sumando nuevos episodios.
Qué alivio!!! Entonces, vos también los viste.
Muchos lo vieron, Andrea, aunque pocos pueden contarlo. Y muchos más somos los que pasamos junto a ellos sin siquiera darnos cuenta.