Todavía no anochece, pero el bar está casi vacío. Ajeno a la impaciencia del mozo, un joven lleva horas sentado junto al ventanal. No ha pedido más que pan y un vaso de agua que apenas ha probado. Se limita a mirar al otro lado de la calle empedrada, los ojos fijos en la puerta antigua y maltrecha, maniatada con cadenas y candados.
No la ve entrar, tampoco registra su presencia hasta que se acerca a su mesa.
—No se fíe de las cadenas —dice la mujer mientras arrima una silla—, las cadenas son señuelos para incautos como usted.
El joven se echa hacia atrás, busca tomar distancia. Ella no da muestras de molestarse y sigue hablando como si nada.
—Cruzará la calle —dice con certeza—, le parecerá más desierta y oscura que nunca.
El joven la observa con desconfianza, no quiere escucharla. Ella evita mirarlo, sus ojos, lejanos, parecen acompañar los acontecimientos que va narrando:
—Se asombrará al cortar los eslabones sin mayor esfuerzo, sentirá alivio cuando la puerta no haga ruido al abrirse, agradecerá no tener que pasar otra noche a la intemperie.
Detrás de la barra, el mozo carraspea.
—El bar está cerrado —dice—, el muchacho ya se iba.
La mujer ignora la interrupción:
—Mirará a un lado y a otro y se apurará a cerrar, convencido de que nadie lo ha visto entrar. La puerta no volverá a abrirse, siempre es así.
—Suficiente —insiste el mozo. Más que una orden, parece un ruego a lo lejos.
La mujer se levanta, es evidente que el joven no la escucha. Mientras camina hacia la puerta, deja escapar un murmullo imperceptible:
—Mañana, alguien sensato pondrá nuevamente las cadenas. No vaya a ser que la bestia decida salir, siempre voraz, insaciable.
Fotografía: Patricia Bonetto (¡mil gracias Patricia!!!)