Bajar a oscuras

     La noche que el doctor Patricio Gauna desapareció, el ascensor del edificio no funcionaba. El desperfecto mecánico podía parecer ajeno a los hechos, pero tal vez no lo fuera; con casi ochenta y cinco años, Gauna se había esfumado en las escaleras. La indiferencia de los vecinos resultaba muy llamativa, más aún cuando casi todos ellos eran propietarios que habían compartido una amable convivencia por décadas.

     A falta de una explicación racional, la cuadra se llenó de rumores, meros chismes de barrio que no alcanzaban a hilvanar los pocos datos concretos que se conocían. Por decisión propia o bajo amenazas, solo o acompañado, Gauna había abandonado su departamento del quinto piso, el último antes de la terraza. ¿Qué deducciones podían sacarse, al menos en principio? Uno: no se trataba de una decisión planificada, Gauna había desaparecido a mitad de la cena. Dos: con el ascensor fuera de servicio, Gauna no había tenido más alternativa que usar las escaleras. Tres: no parecía razonable que Gauna se hubiera dirigido a la terraza una noche lluviosa de invierno. Por el contrario, todo indicaba que se había encaminado escaleras abajo, setenta y siete escalones lo separaban del hall principal del edificio, una amplia y señorial galería con aires parisinos. Allí, la única cámara de seguridad enfocaba hacia la puerta del ascensor y el pie de la gran escalera. Las imágenes registradas esa noche no dejaban lugar a dudas: Gauna no había llegado a la planta baja.

     El encargado del edificio, por su parte, mantenía un hermetismo que se parecía bastante al de los propietarios. Al ser consultado, se limitaba a señalar que las puertas del departamento de Gauna no mostraban signos de haber sido violentadas y que todos los ambientes de la vivienda estaban en perfecto orden. Los hechos habían ocurrido fuera de su horario de trabajo, circunstancia que lo eximía de toda responsabilidad.

     La policía mostró especial interés en interrogar a la empleada de limpieza de Gauna; la mujer había sido la primera en notar su ausencia, cuando se presentó a trabajar a la mañana siguiente. En su testimonio aportó un dato llamativo: le había extrañado que la puerta del departamento no estuviera cerrada con llave, como era costumbre cada vez que el doctor se ausentaba. Señaló, también, algo que los investigadores pudieron constatar con sus propios ojos: sobre la mesa de la cocina había quedado una porción de ravioles a medio comer y una copa de vino de la que nadie había bebido. Un ticket confirmaba que los ravioles habían sido encargados por teléfono esa misma noche, al restaurante de la esquina.

     Peritos policiales registraron el edificio piso por piso. Tomaron fotos, levantaron huellas y formularon preguntas que más de un propietario consideró excesivas. Poco antes habían accedido a la azotea para inspeccionar los tanques de agua y la sala de máquinas del ascensor. Allí tampoco había rastros de Gauna.    

     En los rumores de vereda, las menciones a la escalera eran recurrentes. Nadie entendía qué importancia podía tener el número de escalones, pero todos lo mencionaban, tal vez porque el chico del delivery juraba haberlos contado mientras bajaba insultando, después de que Gauna cerrara la puerta de su departamento sin darle propina.

     A dos días de la desaparición, no había novedades para destacar. En el barrio se hablaba de un viejo que se había esfumado en las escaleras, y muchos se acercaban al edificio en busca de algún detalle truculento. Dos policías destacados como consigna impedían que personas ajenas al edificio se acercaran al ascensor y a la gran escalera de mármol.

     Un joven se abrió paso entre los curiosos. Al ser interceptado por los policías, mostró su documento de identidad. Pocos metros más adelante, al pie de la escalera, un hombre de cabello blanco simulaba leer el diario. Al notar el movimiento policial, levantó la vista y observó al joven que se acercaba. Antes de que siguiera de largo, le extendió la mano y se presentó.

     —Matías Yrigoyen, su vecino del segundo piso —dijo, y de inmediato lo invitó a sentarse en la escalera—. No puede compararse con un buen sillón, pero al menos es mármol de Carrara.

     El joven agradeció, pero prefirió permanecer de pie, adujo que estaba apurado. El hombre de cabello blanco se tomó de la baranda y flexionó de a poco las rodillas, hasta sentarse algunos escalones por encima del piso.

     —Lo estaba esperando —dijo.

     —¿A mí? —se sorprendió el joven.

     —Sí, claro, a usted. Alquila desde hace muy poco, imagino que todo este revuelo lo habrá perturbado.

     —¿¿¿Muy poco??? —lo interrumpió el joven—. ¡Vivo acá desde hace casi diez años!

     —¡Por Dios, muchacho! —rio el hombre de pelo blanco—. ¡Qué son diez años para este consorcio! Supongo que habrá notado que su juventud contrasta con nuestra longevidad. La de los propietarios, digo.

     La expresión del joven transmitía incomodidad, se preguntaba si el tono peyorativo de su vecino habría sido deliberado.

     —Todo esto es bastante movilizador —reconoció.

     El hombre de pelo blanco se encogió de hombros con indiferencia.

     —Son cosas que pasan —dijo.

     —¿Cómo dice?

     —Que no es la primera vez que sucede, quiero decir.

     —¿No es la primera vez? ¿Es una broma?

     El hombre mayor pareció impacientarse:

     —¡La historia se repite, muchacho! Usted debería estar más alerta que nadie.

     —¿Yo?

     —¡Obviamente! —respondió—. ¿Acaso no alquila?

     El joven parecía cada vez más molesto.

     —Discúlpeme —dijo—, ¡pero le entiendo cada vez menos!

     —No tiene por qué irritarse, le estoy dando una oportunidad.

     —¿A mí? ¿Una oportunidad?

     —Exacto, ya le dije que esto ha ocurrido otras veces. En ese entonces usted no vivía en el edificio, obviamente. Recuerdo que ese departamento lo ocupaba otro joven, creo que era estudiante. Bastante parecido a usted, por cierto.

     El joven lo miró con recelo.

     —¿Desapareció alguien más? —preguntó— ¿En las escaleras, como Gauna?

     El hombre de pelo blanco se mostró interesado:

     —¿Para usted Gauna desapareció?

     El joven sonrió y dijo:

     —¿No desapareció? ¡En el barrio no se habla de otra cosa!

     —Lo veo muy poco probable. Gauna es nuestro vecino más antiguo, conoce el edificio como nadie. Sería absurdo que desapareciera justo él, ¿se da cuenta?

     El joven lo miró con desconfianza.   

     —¿Usted tiene idea de dónde puede estar? —preguntó.

     —¿Gauna? —dijo el hombre de pelo blanco, y dobló el diario—. Supongo que estará bajando, recuerde que esa noche el ascensor no funcionaba.

     El joven aclaró la voz, comenzaba a perder la calma.

     —¿Bajando? Vea, yo entiendo que esa noche el ascensor estaba descompuesto y Gauna tuvo que usar las escaleras, pero…

     —¡Ese es el punto —lo interrumpió—: las escaleras! Es probable que Gauna se haya perdido, o que simplemente esté tomándose un respiro entre tramo y tramo.

     El joven sonrió, visiblemente incómodo.

     —¿En setenta y siete escalones? ¿Desde hace dos días?

     —Yo no estaría tan seguro de afirmar eso, muchacho.

     —Escuché que esa noche Gauna pidió ravioles. Eso fue el viernes y hoy es domingo, está claro que pasaron dos días.

     —¡No me refería al tiempo transcurrido! —dijo el hombre de pelo blanco, irónico—. Hablaba de la cantidad de escalones que usted mencionó. Es evidente que ese no es el número. 

     —¿No es el número?

     —No lo es —afirmó sin levantar los ojos del diario—. Pero claro, usted vive en la planta baja y no usa las escaleras.

     Antes de que el joven reaccionara, hizo una sonrisa amable y agregó:

     —No se ofenda, muchacho, ni siquiera los propietarios más antiguos conocemos el número exacto de escalones.

     —¡Yo sí! Ayer subí hasta lo de Gauna y los conté. Son setenta y siete, el chico que le trajo la comida no se equivocó.

     El hombre de pelo blanco volvió a mirar el diario y negó con la cabeza durante algunos segundos.

     —Viniendo del chico del delivery, vaya y pase —dijo—, pero usted no debería ser tan ingenuo. Es curioso, pero los que alquilan ese departamento siempre son ingenuos.

     —¿De qué habla?

     —¡De las escaleras, muchacho! ¿Acaso no estábamos hablando de eso? Las escaleras no son tan lineales como aparentan. El blanco del mármol es engañoso, créame, esconde sus entrañas oscuras. Pliegues y sombras, muchos más recovecos que los que uno puede llegar a imaginar.

     —¿Entrañas, dice? ¿Pliegues y sombras?

     El hombre de pelo blanco continuó con su explicación, imperturbable:

     —Las escaleras se parecen a un bandoneón —dijo—, ¿no le gusta Piazzolla? ¡Hasta nosotros terminamos reconociendo su talento!

     El joven volvió a mirarlo con desconfianza.

     —Perdón —dijo—, pero… ¿a dónde quiere llegar?

     —¡A las escaleras, por Dios! Es eso lo que estoy tratando de advertirle desde hace rato. Las escaleras acostumbran plegarse y replegarse sobre sí mismas.

     El joven rio con ganas.

     —Haga el esfuerzo —agregó el hombre de pelo blanco—; piénselas como un bandoneón que se cierra y se expande en el más absoluto silencio. ¿Acaso usted no se perdería?

     El joven hizo una sonrisa forzada.

     —¡Una escalera es una escalera! —dijo.

     —Una sucesión de espacios y de tiempos.

     —Escalones.
     —Llámelos como quiera, pero no los subestime.

     El joven miró el reloj en su muñeca.

     —Lo dejo con sus teorías —dijo—, espero que pronto todo este asunto se aclare.

     El hombre de pelo blanco volvió a desplegar el diario y resopló.

     —Ya le expliqué que Gauna vive acá desde que se construyó el edificio, yo no me preocuparía por él.

     El joven no llegó a responder. Se llevó la mano a la cara y cubrió su nariz y su boca.

     —¡Por Dios! —dijo entre nauseas— ¿Qué es este olor?

     El hombre de pelo blanco sacó un pañuelo del bolsillo superior del saco y se lo ofreció.

     —Suba —dijo—, está a punto de comprobar lo que hasta recién se empecinaba en no ver.

     El joven rechazó el pañuelo y respondió de mal modo:

     —¡Ridículo! Gauna desapareció hace muy poco, y este olor es de un cuerpo que lleva mucho tiempo pudriéndose.

     Sacó un pañuelo y cubrió su nariz. Se sobrepuso a las náuseas, pasó junto al hombre de pelo blanco y empezó a subir.  No tenía dudas: el olor venía de arriba.

     —Su observación es correcta, muchacho —dijo el hombre de pelo blanco—, ¡ese cuerpo lleva allí bastante más que dos días! Ocurrió poco antes de que usted se mudara.

     Oyó que el joven lo insultaba, su voz se escuchaba cada vez más lejana.

     —Las advertencias no sirven —dijo para sí mismo—, nunca sirven.

     Un anciano, de impecable sobretodo azul y bastón, bajó del ascensor y se topó con el encargado del edificio.

     —¡Doctor Gauna, qué bueno volver a verlo! —dijo el encargado—, la verdad es que nos hizo preocupar.

     —¿En serio? —se asombró Gauna.

     —Estuvo la policía, doctor. Hicieron preguntas, muchas más que otras veces.

     Gauna lo miraba con una leve sonrisa.

     —¿La policía? —dijo—¿Por mí?

     El portero asintió.

     —Sí, doctor, por usted. Yo mismo escuché que lo daban por desaparecido.

    Gauna movía la cabeza sin dejar de sonreír.

     —¡Otra vez el mismo malentendido! —dijo—. Seguramente se referían al joven que alquila en planta baja; escuché que desde ayer no se sabe nada de él. Es como si la tierra se lo hubiese tragado.

Fotografía: Oliverio Mourier    (Gracias, Oli!!!)

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