El ascensor, centenario, es una jaula negra que me eleva. Observo atentamente a través de sus paredes enrejadas. Veo cómo la gran escalera de mármol trepa alrededor del hall central hasta enhebrar, uno a uno, los cinco pisos del edificio. Poco antes de llegar al tercero, escucho un sonido metálico. Conozco esa llave que busca con dificultad la cerradura. Levanto la vista, alcanzo a ver la puerta que se cierra. De inmediato, dos vueltas de llave, esta vez del lado de adentro y sin titubeos. Sé que vendrán los reproches destemplados de ella, la respuesta amenazante de él y finalmente el llanto. El ascensor me aleja antes de que pueda escucharlos. Sigo subiendo hasta el quinto, es el último, el ascensor no llega a la terraza. Este nivel es mi preferido, tengo debilidad por los vitrales del techo. Puedo sentir sus colores al alcance de la mano, sobre todo a esta hora, cerca del mediodía, cuando el sol tiñe los mármoles con tonos verdes y ámbar. Los disfruto en silencio, lamento no poder quedarme como antes.
Oprimo el botón de planta baja. El ascensor se sacude e inicia el descenso.
Escucho una pelota que rebota escalones abajo. Desde aquí arriba no alcanzo a verla, en realidad tampoco es necesario. Sé que los primeros saltos guardarán cierta compostura, después los rebotes se volverán más enérgicos y tomarán ángulos y trayectorias impredecibles. Escucho ahora la euforia de los mellizos del segundo, que bajan corriendo y festejan cada pique inesperado. Mi apuro por alcanzarlos es inútil, la puerta de calle acaba de cerrarse, pesada y con estruendo. El edificio vuelve a quedar en silencio.
Hoy la mañana es fría y estoy camino al quinto piso, no tengo dudas de que los ruidos provienen de la terraza. Creo identificar pasos cerca del tragaluz, me aterra pensar que haya alguien merodeando. El ascensor cruje al detenerse, temo ser descubierto. Permanezco inmóvil y en silencio, escuchando, la espalda apoyada contra el espejo biselado. Arriba ya no hay pasos, me alegra que haya sido una falsa alarma. De todos modos, sé que debo ser cauteloso. El tragaluz es frágil, nos hace vulnerables.
Ya de noche, regreso al quinto, perdí la cuenta de cuántas veces subí y bajé a lo largo del día. El pallier está a oscuras y acabo de apagar la luz del ascensor. Espero en silencio, como siempre. Arriba, la terraza parece estar en calma, eso me tranquiliza. Recién entonces, vuelvo a encender la luz. Veo el diario al pie de la puerta del viejo. Lleva meses ahí en el piso, nunca volvió a salir a recogerlo. Escucho el televisor a lo lejos, en el dormitorio. Sé que el viejo está sentado frente a la pantalla, con los ojos cansados pero abiertos. Le tiene miedo a la noche, recién se dormirá cuando amanezca. Oigo que tose, pero no tiene sentido que me quede. Aprieto el botón de la planta baja.
Al pasar por el primer piso, escucho que mi perro ladra. Es así cada vez, al subir y al bajar, sin importar la hora. Me hace feliz que no se haya olvidado de mí, a pesar del tiempo que llevamos sin vernos. Me pregunto cuándo llegará el día en que todo vuelva a ser como antes, cuando podíamos perdernos en largas caminatas por los parques. Hoy pensar en eso es imposible, descuidar el edificio sería temerario.
Es medianoche. Reconozco de inmediato el repiqueteo apurado de sus tacos sobre el mármol. Estoy pendiente de ella desde siempre, a pesar de que no la he visto nunca. La imagino joven y enamorada, siento que al venir arriesga demasiado. La única certeza es que el tiempo se acaba. Tal vez ella lo sepa y por eso arriesga, por eso corre.
Son las seis de la tarde, hora de subir al cuarto piso. Podría demorarme unos minutos y llegar más cerca de la hora, pero prefiero respetar la rutina de las veladas de gala. Me gusta tener tiempo para mirarme al espejo sin apuro, alisar mi ropa y emprolijarme el pelo con las manos. Parado en el centro del ascensor, intento anticiparme: ¿Será esta vez un preludio de Bach? ¿O un nocturno de Chopin? Los primeros acordes del piano me desconciertan, es una melodía que desconozco. Temo que sea un alumno nuevo, desconfío. No me gusta la idea de que un extraño haya entrado al edificio.
A media mañana, el piso y las paredes se estremecen. Los golpes llegan desde la parte alta, probablemente provengan de la terraza o de alguna de las cornisas. Está claro que los golpes no son nuestros, temo que el día más temido haya llegado. Vuelvo a la planta baja, prefiero replegarme hasta decidir qué hacer.
Los golpes se repiten con un ritmo preciso. Ya no provienen de un único punto, deduzco que se han desplegado a lo ancho del contrafrente. El ascensor sigue inmóvil, me apoyo contra las puertas tijera y miro hacia lo más alto. El tragaluz y los vitrales no están, en su lugar veo un rectángulo de cielo celeste, el peor de los presagios.
Desde el ascensor, contemplo una escalera que ya no reconozco. Extraño el blanco de los mármoles, que han sido arrancados de cuajo. Tampoco queda nada de sus barandas de curvas suaves y madera lustrosa, ni de sus exquisitos rulos negros en hierro forjado. Mis ojos buscan la puerta del sótano, pero solo encuentran un hueco rectangular y oscuro calado en la pared. Levanto la vista, creo distinguir idénticos huecos en los pisos superiores, no han dejado ni los marcos. Descubro, con tristeza, que también se han llevado la araña de bronce.
Alguien tose en lo alto, no parece ser el viejo. Hace tiempo que no escucho a los mellizos corriendo escaleras abajo, también extraño las llaves y los tacos, y los ladridos de mi perro. Los sonidos del edificio han sido silenciados por el eco despiadado de la maza.
El viento arremolina hojas secas contra los escalones del hall de planta baja. Al asomarme, me estremezco: falta el portón de la entrada. La ochava del edificio ha sido tapiada.
Los golpes se multiplican, retumban dentro de una cáscara vacía que todavía resiste. Un polvo blanco cae desde lo alto como una lluvia fina. Se posa sobre el pelo y los hombros, pronto me cubre los brazos y las manos. Toso mientras busco a tientas, esta mañana cortaron la luz y no logro encontrar los botones del ascensor. A mi alrededor ya no hay enrejados negros, ni puertas tijera, ni tan siquiera un espejo que me refleje.
Nadie escucha caer los primeros escombros.
El cuento “Vigía” pertenece al libro Los ojos de mi hermana.
Foto: Oliverio Mourier